miércoles, 6 de junio de 2012

25 años, un malestar con diversas escrituras Por Alvaro G. Vives

25 años, un malestar con diversas escrituras
Por Alvaro G. Vives

Leer el artículo de Sergio Rodríguez “25 años, el malestar que no cesa de escribirse” en el Nº 48 de AGENDA, tuvo la virtud de recordarme mi propio malestar y motivar el deseo de públicar algunas reflexiones.
El prestigioso colega nos dice que “El malestar en la cultura” no cesa de no leerse, y nos invita a compartir su propia lectura. Identifica la estructura de la política con la estructura de la banda de Moebius, y constata que las dos “caras”, son en realidad una sola banda, aunque puntualiza que los actores políticos pasan “imperceptiblemente” de una cara a la otra, del ideal al terror. La identidad y la diferencia se disuelven así, aunque mantienen “imperceptiblemente” su distinción.
Rodríguez distingue una “diferencia radical”: 1) El medio: terrorismo de estado que se traduce en cantidad (más de 15.000 muertos) vs. Guerra revolucionaria que deriva en menos víctimas. 2) Los fines: País enajenado con economía regresiva como objetivo alcanzado por medio del genocidio. Sin duda no es poco. No puede encontrar contraparte en los fines revolucionarios pues éstos no tomaron el poder y desconocemos que hubiera ocurrido, pero la sospecha, apoyado en la “evolución” de los Firmenich y los Galimberti.

Nos recuerda entonces que mejores o peores seres humanos no hacen la diferencia, sino que el problema de la política reside en la estructura de las organizaciones artificiales de masa, tal como las señalara Freud. Y que la posición del psicoanalista no es la del político pues éste pretende dar soluciones y aquél no, sólo facilitar a quienes arriesgan a involucrarse en la experiencia, a encontrar las propias soluciones.
Pero el artículo no es teórico ni clínico, y está firmado por un conocido psicoanalista argentino que se refiere a hechos políticos de su país desde una lectura psicoanalítica, y tiene claras connotaciones políticas. Menudo problema el de la política para los psicoanalistas; nos confronta a una escisión. Disyuntiva binaria de una aséptica distancia o el riesgo de ser capturados por la estructura de masa.

Si política, educación y psicoanálisis resultan para Freud tareas imposibles, es porque interceptan en lo ético. Se analiza, se educa y se gobierna, y estas actividades dejan marcas y efectos sobre la subjetividad.
Rodríguez deja claro que no comparte la teoría de los dos demonios pero, a mi juicio, su artículo refleja una posición parcial, extendida entre muchos psicoanalistas, que conlleva el riesgo, muy a pesar de quienes la sostienen, de confundirse con una actitud escéptica muy funcional al poder vigente, en un terreno tan delicado. Por ello creo necesario despejarla y trataré de hacerlo en las lineas que siguen.
Sergio cierra su artículo con una cita de Maquiavelo, autor muy apropiado para el asunto, ya que es con él, que política y ética toman senderos separados. Desde Aristóteles, ética y política eran dos caras de una misma banda, pero Maquiavelo corta la banda y nos enseña que para ser “eficaces” en la política no hay que mezclarla con la ética. Nace la política moderna y con ella la ética es desplazada a los confines de la vida pública por la “eficacia” que la reemplaza. No respetar hoy esa concepción es incurrir en ingenuidad política.

Tampoco en psicoanálisis podemos ser ingenuos. Detengámonos en algunas confusiones importantes.
La lectura de Sergio Rodríguez presupone, como es habitual, el reconocimiento de dos bandos: militares y guerrilleros. Éstos, sumados a todo su apoyo logístico, no alcanzaban al uno por mil de la población de entonces. La cifra es similar a la de los muertos y desaparecidos que produjo esa etapa de la historia nacional, pero la inmensa mayoría de los muertos y desaparecidos no revistaban en ninguno de esos dos grupos, sin embargo tampoco era ajena a los hechos políticos en cuestión. Miles de militantes de organizaciones sociales, religiosas, sindicales, políticas, intelectuales, etc. fueron las víctimas fundamentales del terrorismo de estado que pretendió justificarse en la existencia de la guerrilla. Ellos practicaban política, no hacían la guerra.

Primera confusión: considerar “hombres buenos con medios malos” por la ingenuidad de creer en la trampa discursiva del terrorismo de estado que identificó subversión con guerrilla para poder “aniquilar”.
La realidad social y política de entonces abarcaba multiplicidad de posiciones políticas agrupables en dos proyectos ideológicos opuestos, pero el quiebre social que se constataba atravesaba las estructuradas masas artificiales a las que se refiere Sergio. Iglesia, ejército, sindicalismo, y todas las masas artificiales tradicionales, incluyendo la A.P.A. se encontraban socialmente fracturadas y la fractura atravesaba todos los estamentos sociales delineando dos proyectos político-económicos pero sobre todo éticos. Uno consistente, orgánico, gubernamental, con estructura clásica de masa artificial. Otro difuso, sin conducción orgánica, constituido por diversidad de sujetos integrados en multiplicidad de pequeñas organizaciones de masas artificiales, pero cuyo único punto de identidad era la oposición a los estamentos tradicionales y el deseo de un cambio que rescatara una ética nueva centrada en el valor de la justicia, una activa participación democrática y el respeto al hombre.
Segunda confusión : entre dos masas artificiales enfrentadas para tomar el poder. “Hombres malos con medios y fines malos vs. Hombres buenos con fines buenos y medios malos”, son confundidos con un proceso social de cuestionamiento y rebelión contra los valores instituidos y las instituciones que los representan.

Sergio señala que no hay dos demonios pero que tampoco hay un demonio y un ángel. Tiene razón. Sin embargo confunde en que consistían entonces estos dos bandos (si es posible categorizarlos como tales) y parece confundirlos con las masas artificiales; cuando en realidad a pesar del esfuerzo de las estructuras políticas, religiosas, sindicales y sociales por lograr encuadrar en la masa artificial la subjetividad subvertida, fracasaban una y otra vez y se veían obligadas a tolerar en su propio seno, a regañadientes, un movimiento social instituyente (no instituído), fuente permanente de enunciación, que justamente vino a acallar el golpe de estado sangriento, para lo cual, por eso mismo, debió convertirse en genocida. No se trató sólo de tomar el poder, sino de acallar a sangre, fuego y tortura a un pueblo en subversión discursiva y ética.

Tercera confusión: de sostener que la política se reduce a la toma del poder, y por la propia estructura de la misma que resulta ser la de la banda de Moebius, los buenos idealistas de hoy son, necesariamente los tiranos de mañana en el poder. Por lo tanto resulta implícito que no hay diferencia, más que de oportunidad, entre una posición política y otra ya que a la larga serán equivalentes. Pierde de vista que el poder no es únicamente central e instituido al modo dictatorial y subsume el valor de las diferencias políticas relativas, históricas, instituyentes, en la indiferen-ciación que le sugiere una lectura exclusivamente estructural.
Creo que distinguir este importante detalle viene a ordenar la cuestión. Lo que diferenció a los protagonistas de la lucha política de los setenta no residió, ni solamente ni fundamentalmente, en la relación de los medios y los fines, sino principalmente en la “actitud o posición discursiva” y consecuentemente en el “acto” de valoración correspondiente, y por lo tanto una ética. Por eso no es posible incluir en listas a Videla y Massera de un lado y a Firmenich y Galimberti del otro, sino por el contrario, como pudo constatarse en sus discursos y actos, sin necesidad de verificar “evolución”, los Videla y Firmenich coincidieron siempre no sólo en que el fin justifica los medios y por supuesto los justifica a ellos, sino en que los fines ya estaban dados de una vez y para siempre, instituídos. La guerra se justifica en que hay un enunciado verdadero que la santifica.

Frente al terror no se levantó otro terror sino la razón, con toda su fragilidad. En la vereda de enfrente hubo no sólo anónimos militantes sino también figuras públicas a quienes no resultó “imperceptible” el paso de lo más sublime a lo más degradado y se negaron a darlo, hayan o no leído “El malestar en la cultura”; pagando a veces su osadía con su propia vida y concientes de ello. Ésta también es una manera de hacer política, como lo demostraran Jesús, Luther King, Ghandi, o Esquivel, Carloto, por mencionar sólo algunos conocidos.

La política como una manera de hacer marca y producir efectos en la subjetividad desde la enunciación en los asuntos de la Polis, sostenida en una práctica centrada en una ética y no en la eficacia, sin por ello dejar de ser eficaz. Para Aristóteles una virtud, aunque en estos tiempos no esté de moda y no cuente con buena prensa. Siempre es una manera de señalar en la continuidad humana entre lo degradado y lo sublime que hay diferencia y no sólo continuidad. Es el producto más valioso de la cultura.
Sergio también tiene razón cuando nos recuerda que la posición del psicoanalista no es la del político. Por eso es necesario distinguir cuando “somos-estamos” en esa relación al “saber” (la inmensa mayoría de las lenguas no distingue estos dos verbos como el castellano y no separan lo relacional de la condición de ser) y cuando “somos-estamos” en otra relación, como la política. De lo contrario podemos caer en la ingenuidad de actuar como si el psicoanálisis fuera una nueva manera de abordar las cuestiones de la “polis” por fuera y por encima de la política; o peor aún, actuar como si las cuestiones de la “polis” no nos atañesen por ser psicoanalístas, sujetos diferenciados por nuestro saber abrevado en una correcta lectura del malestar.

Como psicoanalistas nos competen las cuestiones relativas a la subjetividad pero no sólo en los análisis que conducimos. Nos asociamos, escribimos y publicamos, y no sólo sobre clínica. Nuestra actividad en este plano no es la de aplicar fórmulas instituidas de saber en lecturas sobre los acontecimientos humanos, sino utilizar ese bagaje conceptual para crear nuevas herramientas que nos permitan interpretar los avatares de la subjetividad en los cambios que se producen en la cultura. El texto de Freud citado en el comienzo del artículo de Rodríguez, “El malestar en la cultura”, siendo un texto eminentemente psicoanalítico, es probablemente el más filosófico-antropológico de toda su producción. Sobre el final, Freud escribe:
“El superyó cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. Entre éstas, las que se refieren a las relaciones de los seres humanos entre sí están comprendidas en el concepto de la ética. En todas las épocas se dió el mayor valor a estos sistemas éticos como si precisamente ellos hubieran de colmar las máximas esperanzas. En efecto, la ética aborda aquel punto que es fácil reconocer como el más vulnerable de toda la cultura. Por consiguiente debe ser concebida como una tentativa terapéutica, como un ensayo destinado a lograr mediante un imperativo del superyó lo que antes no pudo alcanzar la restante labor cultural.”

Estas palabras pueden resultar poco claras para aquellos analistas que identifican el superyó, sin más, al goce; y desechan toda ética que no sea la del deseo, confundiendo a Sade con el mayor deseante.
Freud arroja a las siguientes generaciones de analistas una idea audaz y el desafío de abordar la investigación pertinente. Sostiene, la idea de un superyó cultural forjado por la impronta de grandes conductores de una comunidad, y que no es descabellada la hipótesis de que pueblos enteros y aún la humanidad toda, tornada neurótica bajo las presiones culturales, justificara planes terapéuticos sociales.

El feroz enfrentamiento de los 70 fue entre un bando superyoico en el sentido del goce; y un bando superyoico en el sentido freudiano del ideal que encarna los valores eróticos de la cultura. El primero con una moral marchita, odiaba toda manifestación vital y erótica, acentuaba los valores de un individualismo que se proclamaba liberal pero se nutría en el conservadurismo católico más rancio y respondía a la tipificación freudiana de la masa. El segundo reunía difusamente ideologías e íconos varios en sus fragmentos, pero si algo los unificaba era una actitud vital y desafiante a los mandatos superyo-icos de goce. Encarnaba los valores de unión y solidaridad entre los hombres y se rebelaba contra un orden social injusto y degradante.

Habría que considerar, siguiendo la cita freudiana sobre el valor de la ética, la hipótesis de que en los 70 asistimos a un intento terapéutico cultural de buena parte de la comunidad que fue brutalmente abortado.
Tal vez por eso, de un lado se unificaban fuerzas de seguridad, obispos, jerarcas sindicales y las cúpulas de las fuerzas vivas de la sociedad y del otro, los jóvenes idealistas de distinta extracción social, religiosa y política. Curas y rabinos junto a agnósticos y ateos de diverso pelaje marxista se unían a obreros católicos, homosexuales y heterosexuales, maestras y profesionales, casi todos muy jóvenes. La tolerancia de la diversidad no es un rasgo distintivo de las masas artificiales según las considera Freud.

Rodríguez tiene razón en que no es cuestión de hombres mejores o peores y que estuvieron mezclados. Pero no en que el problema resida exclusivamente en las organizaciones artificiales de masa y la manera en que involucra a los hablantes que las integran. Su convicción estructuralista le impide ver la procesualidad que produce crisis y rupturas en dichas organizaciones y sólo repara en que, por la constitución del psiquismo, la misma estructura de organización artificial de masas reaparece, pero pierde de vista que, por lo mismo, también tiene ciclos de ruptura. Las revoluciones que jalonan la historia de la humanidad son los momentos en que la subjetividad se rebela a la estructura de masa vigente y alcanza la producción de un nuevo valor cultural. Aunque restablezca con el nuevo lider que encarna el nuevo ideal, el mismo tipo de relación que antes tenía con el viejo, la ganancia no es poca. No es lo mismo vivir en la Argentina del proceso que en la actual así como no fueron los mismos el mundo humano y la subjetividad antes que después de los acontecimientos de 1789 en Francia.

Desdeña la política como concerniente a “hombres malos con fines malos y medios malos que son los que triunfan” y a difundir sin proponérselo una actitud escéptica y apática respecto de algún cambio y progreso cultural. Ideología vigente que resulta muy útil al poder reinante y promueve el aislamiento entre los hombres, con disolución de vínculos eróticos por avance de la borradura de trazas propia de lo mortífero pulsional.
Lo que vivimos en la década del 70 no fue un enfrentamiento entre militares y guerrilleros, cuestión secundaria a un proceso social y político más profundo; sino una nueva y feroz manifestación de la mítica lucha freudiana entre Eros y Ananké. Triunfó Ananké. No sólo se asesinó a miles y miles, sino que se atacó directamente a la cultura en los lazos de solidaridad entre los hombres, y con un éxito que aún hoy padecemos. Por eso es peligroso que desde el psicoanálisis no seamos rotundamente claros. Con respecto a los valores de la cultura los analistas no somos, ni podemos ser neutrales.