Del libro Astillas en el tiempo
de Luis Vicente Miguelez
CAPITULO 8
de Luis Vicente Miguelez
CAPITULO 8
Presencia amiga
Al finalizar el Lisis, el diálogo de Platón sobre
la amistad, Sócrates dice:
“Si
ni los semejantes ni los desemejantes, ni los buenos ni los afines, ni todas
las cosas que hemos recorrido, pues ni yo mismo las recuerdo de tantas
como han sido, si nada de esto es objeto de amistad, no me queda nada por
añadir”. “... Ahora Lisis y
Menexeno, hemos hecho el ridículo un viejo como yo y vosotros. Pues cuando se
vayan, éstos dirán que nosotros creíamos que éramos amigos – porque yo me encuentro
entre vosotros - y sin embargo no hemos sido capaces de llegar a descubrir lo
que es un amigo.”
Entiendo que su “fracaso” en definir al objeto de
la amistad es su mejor acierto. Nos coloca sobre la pista de que ella no encierra
un tipo de relación de objeto sino fundamentalmente una práctica de discurso. La
amistad, tal como se despeja de la lectura del Lisis, es esencialmente la experimentación del
diálogo como acontecimiento.
Decir amigo es una de las manifestaciones
culturales por excelencia. El carácter
realizativo que tiene este enunciado se pone de manifiesto en que su
enunciación construye lazos e implicaciones entre sujetos. Cumple con lo que se
denomina la condición performativa del habla, el hecho de hacer cosas con las
palabras antes que referirse a las cosas mismas.
Ahora bien, la concepción que los antiguos griegos
fueron forjando sobre la amistad es un
bello legado a Occidente, ésta se fue
concibiendo paulatinamente a través de su historia y nos llega múltiplemente
determinada. Entre esta nutrida sobredeterminación originaria surge una
asociación peculiar, la de su vinculación con la proxenia, con la obligación
ciudadana de alojar al extranjero. La hospitalidad para con el extranjero tuvo
verdadero valor de institución en el mundo griego.
La palabra philía, amistad en griego, además de
designar cierta atracción por lo semejante[1], se
vincula con la necesidad de alojar al extranjero, al diferente. En la
concepción griega de amistad confluyen dos fuerzas opuestas, lo semejante y lo
diferente. Ambas disposiciones convivirían en una suerte de tensión felizmente
indisoluble.
Sabemos por nuestra parte que en la metapsicología
freudiana lo ajeno, lo odiado y el objeto satisfaciente tendrían un origen
común, el acto de expulsión originario que divide el mundo interno de lo
externo. Freud finalmente acepta la idea de que en el origen más que el amor
encontramos el odio. Lo odiado quedará asociado desde el comienzo con lo
anhelado. Éste es el primer basamento de la ambivalencia afectiva con que la
clínica psicoanalítica deberá lidiar en el campo del amor.
Por consiguiente, en la experiencia de la amistad
encontramos el trabajo impuesto al psiquismo por la silenciosa carga de odio
subyacente en la relación con el semejante. Parafraseando a Freud, se trata de
poder triunfar allí donde el paranoico fracasa.
La relación de amistad implica reconocer y
consentir las diferencias que se recortan de lo semejante, definiendo así el
territorio de lo verdaderamente ínter- subjetivo. No obstante compartir la identificación
con lo semejante, el vínculo con el amigo se diferencia de lo fraterno por
conservar su condición de extranjero, de otro de uno mismo: la amistad no
sería, entonces, otro nombre de la fraternidad.
Hay ciertos momentos, reflexiona Hannah Arendt, en
que el vínculo de hermandad entre los hombres surge a partir del odio al mundo
en el que estos son tratados inhumanamente. La fraternidad entonces, conserva
en sí el poco de humanidad que aún queda en un mundo que se ha vuelto canalla.
En esos tiempos de oscuridad, ella advirtió que esa forma de humanidad tiene un
alto costo a pagar. Bajo la presión de la injusticia, la persecución, la
discriminación, y la violencia los hombres necesitan juntarse tanto entre sí
que hacen desaparecer los intersticios donde se sitúa el mundo, desaparece el
“entre” donde prospera la civilización. Sin ese “entre” a la larga muere el
diálogo. Es en estos intersticios donde florece la amistad. Por lo tanto, la
experiencia de la amistad, más que un asunto de mera intimidad, es un suceder entre
lo público y lo privado, un acontecimiento de revitalización cultural.
Refiriéndose al malestar que impera en la cultura
Freud, no solamente reconoció la imposibilidad de cumplir con el mandamiento de
amar al prójimo como a sí mismo, sino que mostró que ese mandamiento, al
pretender anular la diferencia entre el otro y el sí mismo, deniega la
dimensión de extranjero que hay tanto en uno como en otro y desconoce la
ambivalencia por la cual el odio sigue como sombra todo amor por ese prójimo.
Si la amistad es un acontecer cultural y no
religioso es porque se sostiene más en la reunión de lo heterogéneo que en la
de lo semejante. En contraste con lo fraterno no busca homogenizar al otro en
la imagen propia sino poder alojarlo en tanto extranjero.
Interponer
la imagen propia en la relación con los demás fomenta en última instancia la
tensión agresiva que circunda los vínculos entre semejantes. Hacemos referencia
a una rivalidad primaria que más que por algún objeto en particular es una lucha
por el ser. Su manifestación más perceptible se la observa en lo que se ha
denominado el transitivismo infantil, donde el golpe dirigido al compañero de
juego se vivencia más como recibido que como dado.
El odio que encierra la relación con el semejante no
encuentra manera de ser tramitado en el escenario de espejos enfrentados que
constituye la relación dual. La
experiencia de amistad configura una alternativa porque incorpora una tercera
dimensión en el vínculo con el otro. Esa terceridad que crea intersticios es lo
que se denomina presencia amiga.
Tanto en la amistad como en la experiencia
analítica la dimensión de la presencia es de naturaleza tal que configura su
singularidad. No me refiero con ello a una manera de estar sino
fundamentalmente a aquello que constituye un don. La presencia dona
conjuntamente una irrevocable alteridad y un fragmento de real más allá de la
imagen idealizada- odiada. Subscribo
plenamente lo que escribe John Berger en “El tamaño de una bolsa”: “La
presencia no se vende. Sería lo único que no puede venderse. La presencia se
regala... Es siempre algo inesperado, no la ves venir, avanza lateralmente”
En consecuencia pienso que el analista que percibe
un pago por su labor no cobra empero por su presencia, pues tan sólo en el instante
en que la da es que verdaderamente la posee.
Ahora
bien, la agresividad que tiñe los lazos sociales tiene su punto de partida en
las primeras experiencias infantiles. De ello dio testimonio San Agustín en el
relato que hace de su más tierna infancia: lívido de furia contempla la escena
en la que su hermano de leche goza plenamente del pecho materno. Lacan supo
hacer de esta confesión una valiosa ilustración de la agresividad originaria. La
asocia a la mirada envenenada con la que el infante experimenta la alineación primordial a una imagen ideal que lo
separa de su identidad vivida: estructura paranoide que gobierna la
organización pasional a la que llamará yo. De ahí que la alternativa o yo o el
otro sea siempre falsa, pues en el fondo el yo es otro.
La
verdadera alteridad de la presencia pone límite a la furiosa pasión humana
de imprimir en la realidad la imagen propia. En términos metapsicológicos
podemos situarla como lo que posibilita establecer el espacio, el intersticio,
el intervalo entre el yo y el yo-ideal. Esa porción de real que incluye exige
de un trabajo psíquico que distrae de la tensión de agresividad narcisista
constitutiva del propio yo.
Una
mirada amiga no es una mirada complaciente sino un mirar que puede reconocer y
hacer lugar en lo altero del otro y de uno mismo a algún deseo singular. Es en
este sentido que entiendo lo que afirma Platón en el Lisis acerca de que la
causa genuina de la philía no es la necesidad de algún bien sino del deseo.
Deseo de nada en particular, - su fracaso en encontrar el objeto de la amistad
da suficiente prueba de ello-, deseo que ilumina el desgarramiento original que
separa al yo humano de su ideal.
Platón
denomina connaturalidad entre los amigos al hecho de estar cada uno afectado
por algún deseo que lo hace incompleto, condición necesaria para el
sostenimiento de los lazos de amistad. Pero no se trata del contenido de algún
deseo en común sino del reconocimiento de la posición deseante del otro más
allá de uno mismo. Esta situación los hace por una parte semejantes y por otra
diferentes, extranjeros en la tierra del amor narcisista. Philía se distingue
claramente de Eros. Mientras que la práctica de la amistad hace del diálogo la
celebración[2]
del deseo, Eros busca en la fusión amorosa restaurar una completud perdida. Los
amantes estarían más afectados por la nostalgia de lo Absoluto.
La
práctica del análisis reuniría en torno a la transferencia tanto a Eros como a
Philía. Eros, que impulsa a lo Absoluto, sostiene en ella la ilusión de un bien
a obtener de un Otro al que se le supone tenerlo, o por lo menos saber cómo
alcanzarlo, mientras que Philía, que hace del diálogo y de la presencia el
acontecimiento privilegiado, castra a ese Otro para volverlo amigo. “Te amo,
pero como amo en ti inexplicablemente algo más que a ti, te mutilo”,
expresa no sin cierta crueldad Lacan en su Seminario refiriéndose a los finales
de análisis.
Sabemos
por experiencia que sin ilusión no habría transferencia pero que sin alguna
verdad sobre el deseo ésta sería pura sugestión. En tanto participa en la
transferencia analítica no solamente Eros sino también Philía es que podemos
testimoniar de verdaderos finales de análisis y no únicamente de rupturas y
desilusiones.
La
presencia real del analista convierte a la escena transferencial en algo
distinto a la mera reproducción de vivencias vitales malogradas o a una pura
proyección imaginaria. Si aún bajo la preeminencia de la eterna repetición de
lo mismo se presiente algún nuevo descubrimiento es porque dicha presencia aporta, sobre el fondo imaginario de la
relación dual, la irreductibilidad de la alteridad del sujeto. Es ese fragmento
de real que hace del ser un existir.
La
metáfora del espejo con la que se pretendió en su momento ilustrar la función
del analista demostró ser absolutamente inadecuada porque oculta lo esencial
del lazo analítico. Justamente por no ofrecerse como el espejo donde se mira el
paciente y sí como presencia amiga, es que el analista posibilita rehacer en el
desarrollo de un análisis la experiencia de ese estar solo en presencia de un otro con el que Winnicott iluminó el
origen de un estar relajado no interferido por la demanda de ser. Debemos
cargar en su cuenta esos momentos de silencio elaborativo a los que se entrega
el paciente en la sesión y que se corresponden con un progreso en el
tratamiento. La función del analista es básicamente hacer de su presencia la disposición
al encuentro con el deseo, sin encaminarlo hacia algún ideal ni aplastarlo con
el propio. Efectivamente en esto consiste la abstinencia analítica, tal como
proponía Ulloa, algo muy alejado de la indolencia afectiva o de la neutralidad
cruelmente obsesiva.
En
la experiencia compartida de un análisis, el analista se irá convirtiendo en
una presencia amiga capaz de sobrevivir al ejercicio de destrucción imaginaria
a la que la somete el amor-odio en la transferencia.
“Sin
la experiencia de máxima destructividad el sujeto nunca coloca al analista
afuera, y por lo tanto jamás puede hacer otra cosa que experimentar una especie
de autoanálisis, usando al analista solamente como una proyección de una parte
de si mismo”. Me asocio plenamente a este comentario con el que
Winnicott presenta las vicisitudes de un análisis y entiendo que lo que él
denomina el analista afuera es lo que estoy intentando conceptualizar
con el término presencia. Sin esa presencia en la que incluyo aquello que hace
a su estilo, el analista no es otra cosa
que una mera proyección y el análisis se convierte inexorablemente en
autoanálisis frustrante, por más que se pueda disfrutar de ello por un tiempo.
La
apuesta analítica apunta siempre a la aparición de alguna metáfora vivificante que
posibilite que en el tiempo congelado de la repetición de lo mismo se abra una
brecha que aloje al sujeto.
Un
paciente, hijo póstumo, encuentra en la relación con su analista la oportunidad
de entablar un diálogo con su padre muerto, restañar en ese diálogo heridas
abiertas y aligerar el peso de una nostalgia culposa que aún antes de sus
primeras vivencias afectivas tiñe su existencia de un tinte opresivo e
inhibitorio.
El
analista tomado en esa relación transferencial - por supuesto no pretende ser
el padre pero tampoco rehúye a evocarlo- reconoce en los afectos que despierta,
viejos anhelos, amores y rencores, su implicación personal. Intuye entonces en
los avatares transferenciales que agitan ese análisis que algo importante está
sucediendo.
Podemos
suponer que se repiten con el analista las vicisitudes fantasmatizadas de un
encuentro que realmente jamás se produjo. El análisis se va desenvolviendo en
una situación verdaderamente paradojal donde puede decirse que la cosa marcha,
que el diálogo entablado propicia el trabajo elaborativo.
Ahora
bien, sin ahondar demasiado en el caso, quisiera destacar un punto que pienso
fundamental: la transferencia obliga al analista a interpretar al padre. Para las consideraciones que siguen es
necesario recuperar la multiplicidad y diversidad semántica del término interpretar.
El
guión que el paciente aporta con su relato es condición necesaria pero no suficiente
para que la interpretación ocurra y el analista deberá recurrir entonces a su
propio inconsciente, fuente valedera de resonancias inéditas. Así como un
pianista inspirado al ejecutar una partitura hace oír al propio compositor
melodías jamás apreciadas, el analista, en lo remanido del guión de una vida,
hace oír aquello que nunca antes fue escuchado, retorna en las interpretaciones
lo verdaderamente inaudito de la trama.
En
este caso, donde la transferencia repite una vez más ese diálogo imposible con
el padre muerto, la presencia real del analista permite que el paciente haga la
experiencia de que sus palabras sean por fin escuchadas, de poder dirigirlas
verdaderamente a alguien, que aún no siendo el padre puede interpelar.
Lacan
dijo alguna vez que los análisis comienzan hablándole de uno a nadie y
continúan hablándole a alguien pero no de uno y terminan cuando aquel, que
seguramente ha cambiado sensiblemente en su transcurso, consigue hablar de sí a
alguien. Conjeturo que la transformación de la palabra del sujeto tiene como
principal motor la aparición del analista como presencia amiga.
Referencias bibliográficas
Platón,
Diálogos. Lisis o de la amistad. Reysa ediciones, 2005
L.
Pizzolato, La idea de la amistad en la antigüedad clásica y cristiana. Muchnik
editores, 1996
S.
Freud, Metapsicología. Los instintos y sus destinos. O.C. tomo I. Biblioteca
Nueva, 1967
S.
Freud, El malestar en la cultura. O.C. volumen 21. Amorrortu, 1992
H.
Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad. Gedisa editorial, 2001
J.
Berger, El tamaño de una bolsa. Taurus, 2004
J.
Lacan, La agresividad en psicoanálisis. Escritos II. Editorial Siglo XXI, 1975
J.
Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Seminario XI,
cap.20. Barral Editores, 1977
J.
Lacan, Las psicosis. Seminario III, cap.12. Paidós, 1984
D.W.Winnicott,
Los procesos de maduración y el ambiente facilitador, La capacidad de estar
solo. Paidós,1993
D.W.Winnicott,
Exploraciones psicoanalíticas I, Sobre “el uso de un objeto”. Paidós,1991
[1]
Se le atribuye a Pitágoras la introducción del vocablo philía para referir a la
unión entre los términos. Denominó “números amigos” a aquellos que se
corresponden en la suma de los factores.
[2]
Celebración, acto jubiloso conmemorativo de un acontecimiento que pone el énfasis
en el cada vez. Remite a la concepción freudiana del juego en “Más allá del
principio del placer”