miércoles, 11 de mayo de 2016


EL TRAJE  NUEVO DEL EMPERADOR                                           
Luis Vicente Miguelez                                          
4° Reunion del año. El cuento de Andersen: El traje nuevo del emperador Interrogantes sobre el lazo social. Presenta

Hans Christian Andersen
Hace muchos años había un emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el consejo”, de nuestro hombre se decía: “El emperador está en el vestuario”.
La ciudad en que vivía el emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
—¡Deben ser vestidos magníficos! —pensó el emperador—. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela—. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela», pensó el emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores —pensó el emperador—. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos.
«¡Dios nos ampare! —pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas—. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había.
«¡Dios santo! —pensó—. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
—¿Qué? ¿No dice su excelencia nada del tejido?
—preguntó uno de los tejedores.
—¡Oh, precioso, maravilloso! —respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes—. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al emperador que me ha gustado extraordinariamente.
—Nos da una buena alegría —respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo.
El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
—¿Verdad que es una tela bonita? —preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto —pensó el hombre—, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
—¡Es digno de admiración! —dijo al emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
—¿Verdad que es admirable? —preguntaron los dos honrados dignatarios—. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos —y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! —pensó el Emperador—. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
—¡Oh, sí, es muy bonita! —dijo—. Me gusta, la apruebo—. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el emperador: —¡oh, qué bonito!—, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. —¡Es preciosa, elegantísima estupenda!— corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: —¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
—Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. —Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
—¡Sí! —asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
—¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva —dijeron los dos bribones— para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
El emperador se quitó sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
—¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! —exclamaban todos—. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
—El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle — anunció el maestro de Ceremonias.
—Muy bien, estoy a punto —dijo el Emperador—. ¿Verdad que me sienta bien? — y se volvióse una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
—¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
—¡Pero si no lleva nada! —exclamó de pronto un niño.
—¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! —dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
—¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
—¡Pero si no lleva nada! —gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y las ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

INTERROGANTES SOBRE EL LAZO SOCIAL
Luis Vicente Miguelez
Este relato que pertenece al folklore universal cuenta con numerosas versiones. La historia que refiere Andersen toma su argumento de un antiguo relato español recopilado por el infante Don Juan Manuel integrado en El conde Lucanor un libro escrito en el siglo XIV. Desde entonces se han encontrado diversas versiones en distintas lenguas y culturas.
Hay también finales diversos. En unos el emperador fue a buscar a los sastres impostores para castigarlos, en otros se intentó acallar al niño o esconderse ante su desnudez. En el de Andersen, como recién escuchamos, el emperador inquietado por la exclamación del niño sobre que no lleva nada encima continúa desfilando diciéndose “hay que aguantar hasta el fin”. Frase por demás interesante y que abre un primer interrogante. ¿Qué es lo que habría que aguantar hasta el fin?
El relato, a mi modo de ver, toma el tema del desnudamiento, de la revelación situándolo en torno al surgimiento de la verdad. Cuestión que como psicoanalistas no dejamos de interrogar.
Freud se vale de este relato para comentar sobre el disfraz del sueño, lo que en alemán llamó Eingekleidet, función central en la producción de los sueños. Lo que atrajo la atención de Freud fue que en los sueños típicos de desnudez los otros con los que el sujeto desnudo se encontraba no mostraban signos de percibirla. Las personas ante las que el soñante se avergüenza en su sueño que son generalmente indeterminados, muestran completa indiferencia o “como pude percibirlo en un sueño particularmente claro- señala Freud- ponen en su gesto un ceremonioso envaramiento. Esto es sugerente” (S. Freud. Sueños típicos. O.C. tomo IV Amorrortu)
Me detengo acá en cuanto a la interpretación que Freud hace del relato. Solo digo que para Freud el traje mismo en tanto quimera pone en escena la verdad misma del deseo. Su manera peculiar de realización.
Voy a referirles un fragmento de mi clínica. No es precisamente algo de lo que vaya a ufanarme sino por el contrario algo que me hizo ver las dificultades y limitaciones con las que uno, en este caso yo, ya que no quiero eludir mi implicación, se encuentra en relación a las demandas transferenciales. Este episodio que les voy a relatar me llevó a plantearme interrogantes en torno a lo que consideramos abstinencia analítica y su relación con las modalidades que configuran ese lazo social en el que se asienta nuestra labor clínica
Brevemente. Se trata de un hombre de unos cincuenta años que dice que se desprecia a sí mismo. Que se siente una mujer. Que le gustaría ser como esas diosas que ve en la televisión o que conoce en la vida y que sin embargo se encuentra prisionero en un cuerpo que le resulta desagradable. Se siente un verdadero impostor. No cree que pueda seguir ocupándose de su trabajo, es psicólogo, ya que parte de la premisa de que miente, que es un embustero y que eso no le permite valorar sus intervenciones.
Su vida sexual le asquea, ya que le gustaría encontrar el amor de un hombre que lo tratase como a una mujer y solo se encuentra con relaciones homosexuales efímeras donde el placer que obtiene en ellas luego le repele. Su relato no asume un tono depresivo; sí por momentos angustioso y en otros,  lo que se me manifestó como de una desesperación burlesca. Adopta una posición reivindicativa de su condición de sentirse mujer y de tener que enfrentarse a un destino que se le presenta falseado de entrada por haber nacido hombre. También cuenta risueñamente sus vicisitudes transferenciales, de cuanto envidia a esa histérica que le consulta por sus insatisfacciones amorosas, y a la que él quisiera reemplazar en su vida y tener un marido como del que ella se queja.
Por otra parte critica sus tratamientos anteriores que no pudieron hacer nada para ayudarlo. No espera mucho del que está comenzando pero le  gustaría resolver sus cuestiones en relación al trabajo.
Así transcurren unas cuantas sesiones en el que se va creando un vínculo transferencial positivo. Hay de parte suya una mejor predisposición con respecto al análisis y va desplegando la historia de su vida, en la que predomina el desprecio y el rechazo de un padre que no lo registra y una madre que en su lecho de muerte le confiesa que él lo asquea. También va refiriéndose a las mujeres con las que se identifica y la admiración por lo que considera histeria femenina.
Todo parece predecir que podremos continuar trabajando ese material y avanzar en relación a sus preocupaciones actuales laborales y amorosas.
Pero como no puede ser de otra manera, casi escribo el diablo metió la cola, la transferencia se nos vino encima.
En una sesión luego de un relato relativo a su angustia por sentirse un impostor. Me interpela directamente, me pregunta bastante exasperado si yo lo veo como una mujer. Insiste ante mi silencio y me encuentro respondiéndole que no, que no puedo, que veo un hombre sentado frente a mí que se siente mujer. Su enojo se manifiesta inmediatamente. Si yo no lo veo como mujer él no puede analizarse conmigo. Le digo que tal vez esa sea una limitación mía, que puedo reconocer que él se sienta mujer pero que no puedo ver lo que me pide que vea. Enojado apela a que no considero  entonces que los géneros no tienen por qué referirse a la anatomía.
Me encuentro pensando en la frase que Freud parafrasea de Napoleón sobre que la anatomía es el destino y siento que ya la cosa no se resuelve bien. Que si bien es el destino, es evidente que no es el horizonte insuperable donde viene a jugarse la subjetividad sexuada.
Pensé luego- ya en la soledad del consultorio-, que mi respuesta fue similar a la exclamación del niño El emperador está desnudo. No sostuve la ficción que exigía de mí el negar mi percepción. Entonces me dije, tal vez la renegación  forme parte indisoluble del lazo social. ¿Había que permanecer en silencio u ofrecerle el amor de una mirada que sostuviera, al menos por un tiempo, su deseo? Y esa tensión entre lo percibido y lo requerido, ¿será algo que tenemos que aguantar hasta el fin?
“Si, en efecto, el rey está desnudo, solo lo está bajo una cierta cantidad de vestimentas- ficticias sin duda, pero sin embargo esenciales a su desnudez. Y en relación a esas vestimentas, su desnudez misma, nunca podría ser suficientemente desnuda. Después de todo, se puede despellejar al rey tanto como a la bailarina”. (J. Lacan. El Seminario. Libro 7. La ética del psicoanálisis. Paidos)
Estas palabras de Lacan introducen efectivamente la cuestión de que nadie está desnudo ni aún desnudo. Muchos trajes simbólicos recubren la desnudez.
Ahora bien Lacan también dice que habría que tener el descaro monstruo del niño para quien el Emperador está desnudo para hacer la observación correspondiente, único sésamo sin embargo que permitiría abrirse a una conversación.  (J. Lacan. Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista. Escritos1 Siglo XXl)
Entiendo que el Emperador y el Niño son dos figuras de la tensión irremediable que genera lo Real en cuanto se manifiesta. Por un lado la veladura que nos conduce al modo en que el lazo social hace comunidad, que reconoce en la ficción el valor de entretejido, de trama que alivia la angustia frente a la castración del Otro y de uno mismo y por otro la verdad desnuda que reclama que ahí no hay nada y que cuál sésamo se abre a la palabra.
Será pues que vivimos entre  un Ojos que no ven…. y un Corazón que no siente en tensión perpetua. O que debemos aguantar hasta el fin ese espejismo que nos hace admirar o envidiar al Otro en su disfraz espectacular para no sentirnos nosotros desnudos. O tal vez nadie esté verdaderamente desnudo sino en tanto muerto.

Buenos Aires, mayo de 2016

2 comentarios:

  1. Sé que uno de los riesgos que se corren es quedar capturados por el material clínico.
    Me llamó la atención que durante el Debate se hiciera tanto hincapié en estas conjeturas y no se diera lugar
    a la analogía sumamente interesante entre Literatura y Política.
    Intento explicar:
    "ceguera" y obsecuencia en este caso van de la mano,
    Política y Literatura, dos temas que están planteados en este trabajo.
    Mabel Carné

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  2. Necesito saber si el emperador sentia envidia o quién sentia envidia en este cuento.

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