EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR
Luis Vicente Miguelez
4° Reunion del año. El
cuento de Andersen: El traje nuevo del emperador Interrogantes sobre el lazo
social. Presenta
Hans Christian Andersen
Hace muchos
años había un emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas
sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se
interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por
el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido
distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey:
“Está en el consejo”, de nuestro hombre se decía: “El emperador está en el
vestuario”.
La ciudad en
que vivía el emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a
ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se
hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas
telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las
prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles
a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente
estúpida.
—¡Deben ser
vestidos magníficos! —pensó el emperador—. Si los tuviese, podría averiguar qué
funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir
entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la
tela—. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que
pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos
montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la
máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro
de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como
que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría
saber si avanzan con la tela», pensó el emperador. Pero había una cuestión que
lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto
para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí
mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar
primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los
habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella
tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era
estúpido o incapaz.
«Enviaré a
mi viejo ministro a que visite a los tejedores —pensó el emperador—. Es un
hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues
tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y
digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores,
los cuales seguían trabajando en los telares vacíos.
«¡Dios nos
ampare! —pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como
naranjas—. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos
fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba
magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre
seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había.
«¡Dios
santo! —pensó—. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que
saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo
decir que no he visto la tela».
—¿Qué? ¿No
dice su excelencia nada del tejido?
—preguntó
uno de los tejedores.
—¡Oh,
precioso, maravilloso! —respondió el viejo ministro mirando a través de los
lentes—. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al emperador que me ha
gustado extraordinariamente.
—Nos da una
buena alegría —respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los
colores y describiéndole el raro dibujo.
El viejo
tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder
repetirlas al emperador; y así lo hizo.
Los
estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban
para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se
empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas
vacías.
Poco después
el emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado
de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo
que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo
ver.
—¿Verdad que
es una tela bonita? —preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el
precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy
tonto —pensó el hombre—, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy
fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la
tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel
soberbio dibujo.
—¡Es digno
de admiración! —dijo al emperador.
Todos los
moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el emperador
quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de
una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos
funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los
cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni
hilados.
—¿Verdad que
es admirable? —preguntaron los dos honrados dignatarios—. Fíjese Vuestra
Majestad en estos colores y estos dibujos —y señalaban el telar vacío, creyendo
que los demás veían la tela.
«¡Cómo! —pensó
el Emperador—. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no
sirvo para emperador? Sería espantoso».
—¡Oh, sí, es
muy bonita! —dijo—. Me gusta, la apruebo—. Y con un gesto de agrado miraba el
telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los
componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en
limpio; no obstante, todo era exclamar, como el emperador: —¡oh, qué bonito!—,
y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en
la procesión que debía celebrarse próximamente. —¡Es preciosa, elegantísima estupenda!—
corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador
concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las
prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda
la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron
levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que
trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano.
Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con
agujas sin hebra; finalmente, dijeron: —¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el
Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando
los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
—Esto son
los pantalones. Ahí está la casaca. —Aquí tienen el manto... Las prendas son
ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo,
mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
—¡Sí!
—asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada
había.
—¿Quiere
dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva —dijeron los dos
bribones— para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
El emperador
se quitó sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del
vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al
Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente;
y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
—¡Dios, y
qué bien le sienta, le va estupendamente! —exclamaban todos—. ¡Vaya dibujo y
vaya colores! ¡Es un traje precioso!
—El palio
bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle
— anunció el maestro de Ceremonias.
—Muy bien,
estoy a punto —dijo el Emperador—. ¿Verdad que me sienta bien? — y se volvióse
una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas
de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para
levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del
mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el
Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las
ventanas, decía:
—¡Qué
preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué
hermoso es todo!
Nadie
permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido
por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido
tanto éxito como aquél.
—¡Pero si no
lleva nada! —exclamó de pronto un niño.
—¡Dios
bendito, escuchen la voz de la inocencia! —dijo su padre; y todo el mundo se
fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
—¡No lleva
nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
—¡Pero si no
lleva nada! —gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello
inquietó al emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó:
«Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y las ayudas de
cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
INTERROGANTES
SOBRE EL LAZO SOCIAL
Luis Vicente Miguelez
Este relato
que pertenece al folklore universal cuenta con numerosas versiones. La historia
que refiere Andersen toma su argumento de un antiguo relato español recopilado
por el infante Don Juan Manuel integrado en El conde Lucanor un libro escrito
en el siglo XIV. Desde entonces se han encontrado diversas versiones en
distintas lenguas y culturas.
Hay también
finales diversos. En unos el emperador fue a buscar a los sastres impostores
para castigarlos, en otros se intentó acallar al niño o esconderse ante su
desnudez. En el de Andersen, como recién escuchamos, el emperador inquietado
por la exclamación del niño sobre que no lleva nada encima continúa desfilando
diciéndose “hay que aguantar hasta el fin”. Frase por demás interesante y que
abre un primer interrogante. ¿Qué es lo que habría que aguantar hasta el fin?
El relato, a
mi modo de ver, toma el tema del desnudamiento, de la revelación situándolo en
torno al surgimiento de la verdad. Cuestión que como psicoanalistas no dejamos
de interrogar.
Freud se
vale de este relato para comentar sobre el disfraz del sueño, lo que en alemán
llamó Eingekleidet, función central en la producción de los sueños. Lo que
atrajo la atención de Freud fue que en los sueños típicos de desnudez los otros
con los que el sujeto desnudo se encontraba no mostraban signos de percibirla.
Las personas ante las que el soñante se avergüenza en su sueño que son generalmente
indeterminados, muestran completa indiferencia o “como pude percibirlo en un
sueño particularmente claro- señala Freud- ponen en su gesto un ceremonioso envaramiento.
Esto es sugerente” (S.
Freud. Sueños típicos. O.C. tomo IV Amorrortu)
Me detengo
acá en cuanto a la interpretación que Freud hace del relato. Solo digo que para
Freud el traje mismo en tanto quimera pone en escena la verdad misma del deseo.
Su manera peculiar de realización.
Voy a
referirles un fragmento de mi clínica. No es precisamente algo de lo que vaya a
ufanarme sino por el contrario algo que me hizo ver las dificultades y
limitaciones con las que uno, en este caso yo, ya que no quiero eludir mi
implicación, se encuentra en relación a las demandas transferenciales. Este
episodio que les voy a relatar me llevó a plantearme interrogantes en torno a lo
que consideramos abstinencia analítica y su relación con las modalidades que
configuran ese lazo social en el que se asienta nuestra labor clínica
Brevemente.
Se trata de un hombre de unos cincuenta años que dice que se desprecia a sí
mismo. Que se siente una mujer. Que le gustaría ser como esas diosas que ve en la
televisión o que conoce en la vida y que sin embargo se encuentra prisionero en
un cuerpo que le resulta desagradable. Se siente un verdadero impostor. No cree
que pueda seguir ocupándose de su trabajo, es psicólogo, ya que parte de la
premisa de que miente, que es un embustero y que eso no le permite valorar sus
intervenciones.
Su vida sexual
le asquea, ya que le gustaría encontrar el amor de un hombre que lo tratase
como a una mujer y solo se encuentra con relaciones homosexuales efímeras donde
el placer que obtiene en ellas luego le repele. Su relato no asume un tono
depresivo; sí por momentos angustioso y en otros, lo que se me manifestó como de una
desesperación burlesca. Adopta una posición reivindicativa de su condición de
sentirse mujer y de tener que enfrentarse a un destino que se le presenta
falseado de entrada por haber nacido hombre. También cuenta risueñamente sus vicisitudes
transferenciales, de cuanto envidia a esa histérica que le consulta por sus
insatisfacciones amorosas, y a la que él quisiera reemplazar en su vida y tener
un marido como del que ella se queja.
Por otra
parte critica sus tratamientos anteriores que no pudieron hacer nada para
ayudarlo. No espera mucho del que está comenzando pero le gustaría resolver sus cuestiones en relación
al trabajo.
Así
transcurren unas cuantas sesiones en el que se va creando un vínculo
transferencial positivo. Hay de parte suya una mejor predisposición con
respecto al análisis y va desplegando la historia de su vida, en la que
predomina el desprecio y el rechazo de un padre que no lo registra y una madre
que en su lecho de muerte le confiesa que él lo asquea. También va refiriéndose
a las mujeres con las que se identifica y la admiración por lo que considera histeria
femenina.
Todo parece predecir
que podremos continuar trabajando ese material y avanzar en relación a sus
preocupaciones actuales laborales y amorosas.
Pero como no
puede ser de otra manera, casi escribo el diablo metió la cola, la
transferencia se nos vino encima.
En una
sesión luego de un relato relativo a su angustia por sentirse un impostor. Me
interpela directamente, me pregunta bastante exasperado si yo lo veo como una
mujer. Insiste ante mi silencio y me encuentro respondiéndole que no, que no
puedo, que veo un hombre sentado frente a mí que se siente mujer. Su enojo se
manifiesta inmediatamente. Si yo no lo veo como mujer él no puede analizarse
conmigo. Le digo que tal vez esa sea una limitación mía, que puedo reconocer
que él se sienta mujer pero que no puedo ver lo que me pide que vea. Enojado
apela a que no considero entonces que
los géneros no tienen por qué referirse a la anatomía.
Me encuentro
pensando en la frase que Freud parafrasea de Napoleón sobre que la anatomía es
el destino y siento que ya la cosa no se resuelve bien. Que si bien es el
destino, es evidente que no es el horizonte insuperable donde viene a jugarse
la subjetividad sexuada.
Pensé luego-
ya en la soledad del consultorio-, que mi respuesta fue similar a la
exclamación del niño El emperador está desnudo. No sostuve la ficción que
exigía de mí el negar mi percepción. Entonces me dije, tal vez la renegación forme parte indisoluble del lazo social. ¿Había
que permanecer en silencio u ofrecerle el amor de una mirada que sostuviera, al
menos por un tiempo, su deseo? Y esa tensión entre lo percibido y lo requerido,
¿será algo que tenemos que aguantar hasta el fin?
“Si, en
efecto, el rey está desnudo, solo lo está bajo una cierta cantidad de
vestimentas- ficticias sin duda, pero sin embargo esenciales a su desnudez. Y
en relación a esas vestimentas, su desnudez misma, nunca podría ser
suficientemente desnuda. Después de todo, se puede despellejar al rey tanto
como a la bailarina”. (J.
Lacan. El Seminario. Libro 7. La ética del psicoanálisis. Paidos)
Estas
palabras de Lacan introducen efectivamente la cuestión de que nadie está
desnudo ni aún desnudo. Muchos trajes simbólicos recubren la desnudez.
Ahora bien
Lacan también dice que habría que tener el descaro monstruo del niño para quien
el Emperador está desnudo para hacer la observación correspondiente, único
sésamo sin embargo que permitiría abrirse a una conversación.
(J. Lacan. Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista.
Escritos1 Siglo XXl)
Entiendo que
el Emperador y el Niño son dos figuras de la tensión irremediable que genera lo
Real en cuanto se manifiesta. Por un lado la veladura que nos conduce al modo
en que el lazo social hace comunidad, que reconoce en la ficción el valor de
entretejido, de trama que alivia la angustia frente a la castración del Otro y
de uno mismo y por otro la verdad desnuda que reclama que ahí no hay nada y que
cuál sésamo se abre a la palabra.
Será pues
que vivimos entre un Ojos que no ven…. y
un Corazón que no siente en tensión perpetua. O que debemos aguantar hasta el
fin ese espejismo que nos hace admirar o envidiar al Otro en su disfraz
espectacular para no sentirnos nosotros desnudos. O tal vez nadie esté verdaderamente
desnudo sino en tanto muerto.
Buenos Aires, mayo de 2016
Sé que uno de los riesgos que se corren es quedar capturados por el material clínico.
ResponderEliminarMe llamó la atención que durante el Debate se hiciera tanto hincapié en estas conjeturas y no se diera lugar
a la analogía sumamente interesante entre Literatura y Política.
Intento explicar:
"ceguera" y obsecuencia en este caso van de la mano,
Política y Literatura, dos temas que están planteados en este trabajo.
Mabel Carné
Necesito saber si el emperador sentia envidia o quién sentia envidia en este cuento.
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